¿Le suena la frase «mamá, hoy no quiero ir al cole»? Pues bien: si su hijo hubiera nacido en Afganistán, Mali o Níger, su lamento matinal se convertiría en la siguiente desiderata: «Mamá, quiero ir al cole», y añadiría: «Pero no puedo». Uno de cada tres niños y jóvenes de entre 5 y 17 años que viven en países afectados por conflictos o desastres naturales no tienen acceso a una educación escolar. Si hablásemos de una hija, lo tendría aún más difícil.
Más de 104 millones de menores de edad tienen vetado un derecho tan básico como ir a clase, porque deben atender a otras prioridades, como ir a buscar agua a varios kilómetros de distancia cada mañana. O porque, sencillamente, su escuela ha quedado devastada por una guerra, o una inundación. Son los motivos más agudos, pero no los únicos. La pobreza crónica de muchos países también cambia el orden de las prioridades familiares, lo que afecta a los más pequeños: en total, hay más de 300 millones de menores de edad en el mundo que no van al colegio.
La Declaración de Derechos Humanos en el artículo 26 señala “que toda persona tiene derechos a la educación” y que “ésta tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos”
Paradójicamente, a pesar de la aparente importancia que le damos a la educación, en la práctica, la realidad es muy distinta. No importa el país en el que nos centremos, ni en el sistema educativo que analicemos, pues en casi la totalidad de países, tanto los llamados desarrollados como los empobrecidos, aún existen limitaciones al derecho a la educación.
Si miramos a los países empobrecidos, nos encontramos situaciones donde aún hoy la educación primaria no es plena para la población menor de 16 años. Millones de niños y niñas no pueden ir al colegio, bien porque no disponen de recursos económicos suficientes para afrontar las excesivas distancias que les separa de las escuelas más cercanas, o por decisión familiar de dedicarse a la búsqueda de sustento, o porque la administración pública no articula las medidas para la construcción de escuelas, la formación del profesorado, etc. Y es que, aunque el objetivo de una educación universal, inclusiva, equitativa y de calidad es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, está muy lejos de cumplirse. Tener una población analfabeta (ignorante) facilita la gobernanza, y esto se sigue dando hoy en día, de manera más o menos intencionada.
Quizá lo peor no sea solo que los menores no pueden ir a la escuela, sino que los métodos de enseñanza que existen hoy en día están basados en una mera alfabetización básica y están vinculados a la asimilación de conocimientos no vinculados ni al desarrollo personal, ni el desarrollo democrático, en definitiva, están alejados de eso que todos y todas tenemos claro que debería ser el “derecho a la educación integral de calidad”.
En muchas ocasiones, la concepción de educación que tienen los ministerios o direcciones generales educativas parece tener más interés en conseguir una ciudadanía básica, más fácil de manejar y que mantenga a la ciudadanía alejada de poder generar cambios en su entorno social inmediato: su familia, pueblo, ciudad o incluso país.
En los países empobrecidos, existen aún importantes desafíos en relación al cumplimiento de este derecho, habiendo problemas y retos como: deficiencia en la calidad de educación, falta de una educación integral, incompleta accesibilidad equitativa de niños y niñas, falta de procesos de aprendizaje basados en una visión global y completa del ser humano, grandes porcentajes de abandono escolar prematuro, falta de inclusión de las poblaciones más desfavorecidas, y con diferencias de aprendizaje y escasa coordinación de los programas de fomento educativo con otros sectores incluyentes como son la economía o la participación democrática.