Parece claro que, cuando se trata de convencer, son mucho más efectivos los argumentos dirigidos a los sentimientos, las emociones, que los dirigidos a la razón. Cuando interesa influir en el juicio de alguien, más vale dejar de lado los argumentos racionales e intentar llegarle al corazón, a sus sentimientos.
Cuando hablamos de decrecimiento, algo exigido por vivir en un planeta de recursos limitados, a la mayoría de la población le produce un sentimiento negativo, lo asocia con disminución del bienestar, austeridad, hasta privaciones. En resumen, en disminución de su felicidad. Y en consecuencia tenderá a hacer caso a los que le dicen que no se preocupe, que no haga caso de tristes agoreros, que si hay algún problema, ya se encontrará la solución gracias a las nuevas tecnologías.
Si no logramos vencer esa impresión general de que el decrecimiento nos va a hacer vivir peor, difícil lo tenemos. Porque aquí lo que está en juego es nuestra felicidad, y precisamente los seres humanos ante lo único que no somos libres es ante nuestra propia felicidad. Podemos poner la felicidad en los sitios más dispares, pero todos nos ponemos en marcha tras ella. Nadie lo ha dudado ni ha tratado de fundar ningún sistema filosófico, religioso, social, o del tipo que sea, negando el anhelo insaciable de felicidad de los seres humanos.
Para los grandes pensadores que en la Grecia clásica crearon las bases del pensamiento y la civilización occidental, el tema de la felicidad fue uno de los elementos fundamentales en su reflexión. Pero ya entonces aparecen distintas corrientes de pensamiento que buscan la felicidad por caminos muy diferentes. Este contraste entre el atractivo insoslayable que ejerce y la espesa niebla en que se esconde, hizo de la búsqueda de la felicidad uno de los temas estrella de la reflexión filosófica. Hasta que en esta secular búsqueda de la esquiva felicidad irrumpe el hombre burgués con una fórmula humanamente muy burda, pero clara y atractiva: La felicidad se vende, sólo necesitas poder adquisitivo para comprarla. Cuanto más poder adquisitivo tengas, más podrás comprar.
Este camino hacia la felicidad es el que presenta el capitalismo, y ha penetrado hasta niveles muy profundos de la psicología humana, de la psicología de los banqueros y de los barrenderos, de los votantes del PP y de muchos miembros de la izquierda radical.
Ahora bien, ¿nos lleva el modelo burgués de bienestar hacia una vida feliz? Bueno, lo primero es advertir que al capitalismo no le interesa en absoluto nuestra felicidad. La razón no puede ser más comprensible: la gente que se siente satisfecha, feliz, consume poco. Está a gusto como está, con lo que tiene. No necesita más. Compra sólo lo verdaderamente necesario para mantenerse en ese estado. Y evidentemente eso es una ruina para la economía capitalista. Por lo tanto el objetivo de lograr un mundo feliz no puede figurar entre los propósitos del capitalismo, pero sí el avivar nuestro deseo de felicidad y convencernos de que la felicidad está en el consumo. Si no queremos caer en ese engaño, la única alternativa posible es mostrar otros caminos hacia la felicidad, que no sean engañosos.
Vemos que un punto de coincidencia entre los estudiosos del tema es que la felicidad tiene mucho que ver con la autorrealización de la persona. Seguiremos hablando del tema.
Antonio Zugasti